El cucurucho

Es una medicación tan cara que hay que presentar todo por triplicado y te dan las pastillas justas, no sea cosa que se te ocurra traficarlas. Hace efecto inmediato, no existe otra cosa para las cardiopatías del abuelo. Pero si llega a tener un episodio más de lo que indica la estadística, lo perdemos.

Este cuento fue publicado en la Revista Extrañas Noches y fue adaptado al cine

Ese domingo a la mañana el abuelo empezó con un ruidito en los pulmones. Olor a tostadas quemadas, la perra que ladra, el patio todo encharcado. Mamá hablando a los gritos con la obra social. Con la voz hablaba con la obra social, con los ojos buscaba pelearse conmigo. Me llevé puesta la mesita y reventé la tetera contra el piso. Las perra se puso como loca. Sin dejar de hablar con la obra social, mamá dibujó las palabras "la tetera" y todos los signos de exclamación con la boca y también con los ojos. "Ya está yendo mi hijo para allá a buscar la orden" y cortó.

¡La tetera azul! se lamentó como si fuera el peor día de su vida, aunque recién eran las ocho de la mañana. Me tiró las llaves del auto y salí corriendo. "Ponete unas alpargatas, no vas a ir así en patas". Me calcé las ojotas de ella, que tenían una flor de plástico y me quedaban chicas. El ruidito del abuelo ya había aumentado al ronquido oxidado que hacen las calesitas de pueblo.

En el camino de vuelta a casa creí que había perdido la medicación. La busqué en la guantera, debajo del asiento y hasta en el baúl.  En eso me llamó Ariel para avisar que me había dejado una bolsa de farmacia en la heladería cuando paré a tomarme un cucurucho. Antes del cucurucho nos fumamos un fino en la vereda y repasamos la mala racha desde que terminamos la secundaria. Nos concentramos, entre el fino y el cucurucho, en las mujeres que nos habían arruinado la vida: nuestras madres, y Malena, la profe de cívica.

Volví a la heladería a buscar las pastillas. Malena había aparecido en la primavera de quinto. Una cuarentona polenta, nos tuteaba pero también nos cagaba a amonestaciones. Una tarde que andábamos con Ariel entrando y saliendo de los fichines del centro, la vimos pasar con el pelo suelto y una camperita de jean en la marcha contra el intendente. Sin necesidad de decirnos nada, nos unimos a la columna y la saludamos con ese descontrol infantil que te da oler pegamento. Malena nos saludó con un beso, nos convidó mate y más tarde compartimos una cerveza con ella y con sus compañeros que fumaban porro frente a la Municipalidad. A la noche nos encerramos en la heladería a repasar los detalles de ese día inolvidable: desde el corpiño negro hasta el bulto del amigo que más la abrazaba. Yo deliré que cuando me pasó el porro Malena me guiñó un ojo. Ariel me sostuvo cuando vomité.

Mientras volvía a la heladería, Ariel leyó el prospecto de la medicación del abuelo y se le ocurrió que nos aspiráramos dos pastillas. Desde el auto le pedí que se apurara, pero bajó la persiana y me hizo señas para que entrara por el garage. Ya las había cortado con el clona de la madre. "Uy," pensé; frente a las filitas que Ariel había peinado con la tarjeta del Coto. Se quedó mirándome como si estuviera por reclamarme algo.

- Yo estuve primero.

- No, yo.

No teníamos forma de decidir quién había empezado a estar con Malena, porque ninguno de los dos lo contó de una. Así que no sabíamos quién había cagado a quién. Una madrugada, a la vuelta del viaje de egresados, me quedé dormido en lo de Malena y ya fue, aparecí por casa dos días más tarde para buscar un bolso. Mamá todavía no me lo perdona. Me borré de todas partes. Ariel se enteró por mamá. Fue una tarde a buscarme a casa y mamá le convidó mate. Empezó a ayudarla un poco con los trámites del abuelo y le llevaba helado. Esa época que no nos vimos fue la mejor parte de nuestra amistad.

- Boludo, no me acuerdo dónde dejé el auto.

- Vamos, te llevo en la bici.

Cuando llegamos a casa, el abuelo se había muerto. Tenía los ojos demasiado abiertos y los dedos de las manos retorcidos, como si estuviera tocando una guitarra invisible. La perra no paraba de ladrar y mamá gritaba nombres de santos. "Devolveme las ojotas que está todo el patio encharcado," fue lo primero que me dijo. "Hablá vos con los del Same, yo no puedo," me pidió después, mientras se metía en la cocina.

Los del Same me miraron y después se miraron entre ellos. Se acercaron a tomarme la presión y me metieron una linterna por los ojos. Tenían voz de caramelo y me preguntaban un montón de cosas que yo no entendía. Manotié algo del bolsillo y les ofrecí el blister. El papel dorado tenía huequitos en forma de medialuna donde antes habían estado las pastillas. También estaba un poco babeado. "El cucurucho" atiné a decirles.

Me distrajo el olor a café. Mientras los del Same llamaban a la policía, me fui para la cocina. Ahí estaba mamá, entre risitas, dándole besos a Ariel, que le decía cosas al oído. Entre beso y beso Ariel tomaba aire y le agarraba el culo con las dos manos. A través del batón se le marcaba el bombachudo.

La perra vino a lamerme las manos, yo en patas y todo el patio encharcado. Nunca volvimos a ser tan felices como ese día, una lástima que el abuelo no haya llegado a disfrutarlo.

Foto de  John Fornander en Unsplash