Tacumbu
El miércoles previo al jueves Santo, en una escuelita de Caacupé, se teatralizó un Via Crucis. El espectáculo era actuado por niñas y niños disfrazados de verdugos romanos y de campesinos judíos. Truculento, a la vez que inexplicable, en una escuela pública de un estado donde ninguna confesión tendrá carácter oficial. Al menos es lo que dispone la constitución de Paraguay.
Al día siguiente nos levantamos temprano para ir al Penal de Tacumbú. Era una
fecha especial: se supone que en este día Jesús celebró el rito judío Séder de Pésaj, la festividad con la que se conmemora la liberación del pueblo hebreo de Egipto. A partir de ese acto, las iglesias cristianas recuerdan la consagración del pan y el vino en memoria de Jesús y su distribución entre los fieles. Una celebración de la libertad y de la justicia social. Algo del todo ausente en Tacumbú.
Confieso que cuando me propusieron ir a Tacumbú a entrevistar a presos políticos para un diario paraguayo, sentí un entusiasmo adrenalínico. Nunca antes había estado en una cárcel. ¿Qué sabía yo de Tacumbú? Que Pibes Chorros tocó allí para los chicos privados de su libertad. Que es una cárcel maldita y mítica, como Carandirú en Brasil o Diyarbakir en Turquía, pero a diferencia de ellas, no hay sobre Tacumbú una novela exitosa o una película taquillera que la retrate. Entonces: ¿qué sabía yo de Tacumbú? Frivolidades inherentes a la estructura conceptual del privilegio. Una tarea de deconstrucción interminable.
La calidad de vida será promovida por el Estado mediante planes y políticas que reconozcan factores condicionantes, tales como la extrema pobreza. Recibimos instrucciones previas: llevar pantalón largo y calzado cerrado, apenas los guaraníes para el bus de regreso, las llaves y el celular pueden dejarse en uno de los puestitos de las señoras que venden afuera, pero hay que saber con cuál señora. Una vez adentro, no ir con la mirada gacha pero tampoco mirar a los ojos a nadie. Compañeros de las organizaciones que siguen la causa de los presos políticos nos iban a esperar a la entrada para llevarnos hasta el pabellón de “Los Seis”, como se llama a los dirigentes campesinos condenados por el secuestro y muerte de Cecilia Cubas, la hija del ex presidente de Paraguay.
El Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, la Asociación Gremial de Abogados de la República Argentina, el historiador y escritor argentino Osvaldo Bayer, la co-fundadora de Madres de Plaza de Mayo Nora Cortiñas, el Centro de Abogados por los Derechos Humanos, la Asociación Gremial de Abogados y Abogadas de la República Argentina, la Central de Trabajadores de la Argentina, el Sindicato de los Abogados del Estado de San Pablo y muchos otros intelectuales, políticos, activistas, trabajadores y organizaciones de Paraguay, Argentina, Brasil, Uruguay, México y otros países se interesaron en el caso de “Los Seis”, reclamando su libertad a las autoridades sin resultado favorable.
Las personas privadas de su libertad serán recluidas en establecimientos adecuados. De afuera, Tacumbú parece una terminal de ómnibus en avanzado estado de deterioro. Lo primero que me llamó la atención fue lo bajo de sus muros y lo fácil que sería escalarlos. El penal está inmerso en un entramado urbano apretado y caótico, donde se improvisan pequeños comercios que ofrecen alimentos, ropa, guampas y termos para tereré, que familiares y amigos llevan a los reclusos en la visita. En cada resquicio, tablones y chapas albergan a familiares de los internos que decidieron vivir lo más cerca posible de quienes quedaron del lado de adentro.
Las penas privativas de libertad tendrán por objeto la readaptación de los condenados y la protección de la sociedad. Las condiciones de vida a cada lado del muro de Tacumbú no difieren demasiado. De un lado, un enorme mundo de pobres que no puede franquear la reja de salida. Del otro lado, un enorme mundo de pobres que ingresa al penal los días de visita. Nadie será privado de su libertad física o procesado, sino mediando las causas y en las condiciones fijadas por esta Constitución y las leyes. En Tacumbú se amontonan más del triple de personas para las que fue construído, y la gran mayoría de ellos no tiene condena. Me pregunto cada cuánto tiempo los de afuera son condenados a entrar, y a los de adentro les llega el día de salir para volver a entrar con condenas más largas, en una espiral opresora de los que menos tienen.
Esa mañana nos avisaron que fuéramos más tarde de lo acordado porque había demasiada gente para la visita. Por el feriado del Jueves Santo las filas para la entrada eran interminables, una fila de mujeres y otra de hombres, que dedicaban el día no laborable a la visita a Tacumbú. Entre hombres se respiraba resignación y de a ratos, en voz baja, conversación animada. Vestían ropas domingueras y algún modesto traje oscuro.
Quizás no pude apreciar ni la dureza de los rostros de los hombres ni la injusticia masticada hasta partir las muelas, por estar sumergido yo ese día, casi por accidente, en parte de esa dureza e injusticia. Frente a nosotros aguardaban infinidad de madrecitas, viejas y curtidas, abrazadas a su tereré y a su rosca de pascua, acompañadas de hijas, sobrinas y nietas, cuñadas, vecinas y novias de sus pibes privados de libertad. Y niñas y niños cuya presencia es ese lugar infernal me erizó la piel. Niñas y niños que venían a visitar a sus padres o hermanos, o que formaban la fila en forma accesoria a la mujer que los tenía a cargo y no encontró dónde dejarlos aquél día de visita al penal. ¿Cómo construye la representación del mundo un niño al que se lo expone a uno de los más catastróficos sistemas penitenciarios del planeta? ¿Cómo se justifica la desproporción entre el delito cometido, en los casos en que haya habido delito, y la desmesura de condenar a alguien a la cárcel más peligrosa de América Latina?
A pesar del detector de metales destartalado, y en apariencia simbólico, la revisación para ingresar al penal es manual. Un sello en el antebrazo, no muy diferente del que me habían estampado un par de noches antes a la entrada de un boliche en Asunción, y un ajado papelito rosa, a cambio de mi documento de identidad. “Esto no lo pierda porque si no, no va a poder salir,” nos advierten. Tan delgado y manoseado el papelito, tan lleno de dobleces, esperas y angustias, tan precaria la llave de la libertad. Hubo una breve discusión entre los guardias acerca de si debía sacarme el arito de la oreja. El libro que llevaba en la mano no preocupó a nadie.
Atravesamos portales enrejados, cruzamos pabellones y recorrimos pasillos atestados de chicos que no tienen un lugar dónde dormir. Luego de saludar a “Los Seis” nos acomodamos en la celda de Arístides Vera, junto a Agustín Acosta, para comenzar con lo importante, que era hablar de ideas. Como si nada del monumental espanto que nos rodeaba importase. Más profundo aún: como si nada existiese más que las ideas y el futuro. Me preguntaron si hablaba guaraní. Me dió vergüenza inexplicable decir que no. En deferencia a mi condición de extranjero mantuvimos la entrevista en castellano. Vera y Acosta hablan un castellano cuidado, de maestro y catequista, con una entonación paciente y pedagógica. Más que contarnos su lucha, nos dieron una clase.
A lo largo de los años tuve la oportunidad de escuchar a buenos maestros en aulas, cafés, tribunas y selvas. La lección de esperanza y justicia social que recibimos en el contexto apabullante de Tacumbú, desligado de reclamos personales, nos enseñó la condición humana de la forma más reveladora: sólo importan las ideas. En homenaje a esta prédica escribimos, con la mayor fidelidad posible, un artículo sobre nuestra entrevista, que aún espera ser publicado.
En la tarde de ese jueves de tristeza, de regreso en casa, el noticiero informaba sobre la teatralización del Via Crucis en Caacupé. Año tras año, en las escuelitas rurales, niños disfrazados de soldados vuelven a reprimir a niños campesinos. A diferencia de Jesús, que estuvo sólo unas horas crucificado, los campesinos aún aguardan la redención.
Ph Organización de Mujeres Campesinas e Indígenas Conamuri