Tibet

El techo del mundo. El corazón inaccesible y misterioso, allá por donde el diablo perdió el poncho. Rodeado por las montañas más altas y las temperaturas más bajas. Una ciudad mítica con templos de oro como lenguas de fuego y un palacio de mil habitaciones que cuelga de las nubes. Monjes que vuelan sobre las estepas heladas. Y la más entrañable y solitaria monstrua de todas, el Yeti, abominable hombre de las nieves que aúlla en las tormentas, siempre dispuesto a rescatar a un montañista perdido.

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Avenida Córdoba y Paraná, tres ambientes contrafrente; mamá y papá, hermanos. Un hamster. Monaguillo en la parroquia San José, inicios del bullying. Las primeras noticias de Tibet me llegaron en forma clandestina: un ejemplar de Tintín en Tibet, regalo de mi primera comunión que escapó a la censura paterna - estaban prohibidas las revistas y dibujitos con potencial de apartar de la vía reproductiva del sistema.

Embajada de China en Buenos Aires, quince años más tarde. Me acaban de rechazar el permiso para viajar a Tibet. Mi madre me espera en el patio de ingreso frente a una fuente con peces de colores. Estuvo llorando. Una rara condensación entre mi pérdida irreversible para la vida que ella cultivó con sacrificio, y algo de emoción frente a posibilidades impensadas. "No te preocupes, voy a entrar a Tibet igual," le aseguré, demasiado ocupado con mi plan de vuelo como para registrar otro sentir. Ella, que no sabía coser ni un botón, me tejió un suéter para el viaje. Se equivocó de agujas y le quedó un punto apretadísimo, el suéter pesaba una tonelada. O a lo mejor no se equivocó y tejió nomás una armadura para cuidarme hasta el fin del mundo.

Gracias a Tintín aprendí que, para que la vida sea maravillosa, hay que tener un sugar daddy borracho (el capitán Haddock), vivir en un castillo (Moulinsart), tener amigos que les guste mucho la ópera (la Castafiore), una mascota en quien confiar (Milou), pero sobre todas las cosas, que los amigos son más importantes que los vínculos románticos o de sangre (Tchang). No fue por casualidad que una noche de 1993 terminé conversando en un bar de Katmandú con un forajido que prometía los documentos y sellos necesarios para cruzar a Tibet, ahí nomás, del otro lado del valle. Sólo había que entregar el pasaporte y unos billetes. Contra toda prudencia accedí a la transa. Así fue como los caminos de la vida y la deriva del buen karma me llevaron al inicio de este video, a punto de volar sobre el Everest y aterrizar en Lhasa, la capital mítica de Tibet.

Hicimos este viaje con mi amigo Alejandro, que se ocupó de grabar la aventura en VHS. Después de casi treinta años rescató el video y lo digitalizó. De una hora de duración en su versión original, esta edición de nueve minutos tiene tres partes: el vuelo sobre las montañas más altas del mundo, las calles y gente de Lhasa, y perspectivas del Palacio Potala, quizás el edificio más magnífico del planeta, construido para parecer una nube que flota sobre los Himalayas. Sigue una reliquia del budismo tibetano con la que nos tropezamos por casualidad: llegamos al remotísimo monasterio de Sakya en el momento en que todo el pueblo marcha hasta una gruta donde vive un monje en meditación y ayuno, para traerlo al pueblo y escuchar sus enseñanzas. Fue una exhibición monumental de artefactos, vestimenta y rituales centenarios, que probablemente no existan más debido a la opresión del gobierno chino sobre las religiones de los territorios que ocupa.

La última parte recorre el Everest y el camino arduo que baja hasta el valle que separa Tibet de Nepal. El tramo final lo hicimos a pié. Con los años, otras madres y maestros me llenaron de amuletos, tatuajes y buenos augurios. Los nuevos sueños trajeron más viajes pero, en cierta forma, camino ese valle todos los días.