/ Escritos

Lobito

Hay muchos Lobos en la guía telefónica, pero Lobos del partido de Lobos provincia de Buenos Aires, quedamos solamente mi abuela y yo. "Nosotros somos los Lobos Lobos," decía con orgullo. "El último varón de la familia y nos saliste gato," también decía cuando yo no le hacía caso. Pero tuvimos que irnos de Lobos y mudarnos varias veces. Pasamos un tiempo guardados en Tigre hasta que por la denuncia de un vecino internaron a mi abuela y el juez de menores me mandó a un hogar. Pasé por un par de familias pero todas me devolvieron. Con la ayuda de una psicóloga lacaniana y un chamán de Caballito, a los 20 me hice la vasectomía y me metí a trabajar en Parques Nacionales. Decidí no volver a ver a mi abuela.

Este cuento fue publicado en la Revista Extrañas Noches

La verdad es que nunca me gustaron mucho las chicas. Los varones tampoco. Lo mío es correr por los bosques, chapotear en el río y, cada tanto, cazar una liebre. Por eso siempre aceptaba puestos donde otros guardaparques preferían no ir. Arranqué con un censo de arbustos nativos en El Impenetrable. A veces, en la soledad del monte, se me acercaba una lobita a olfatearme. Me seguía por varios días y me cantaba a la noche. Es un lindo animal, pero a fuerza de no responderle el llamado, aceptaba mi decisión y se volvía al monte.

Pasaron los años. Me ofrecieron trabajo de oficina en Corrientes o en Bariloche, pero lo mío era la soledad. Aprendí a anticipar las sequías por el canto del viento y a distinguir las raíces por el color de los frutos. No necesitaba nada más. Una madrugada llovió fuera de tiempo y el armadillo vino a tener cría atrás de mi rancho. Me puse la ropa de fajina y me senté a esperar. Con el lucero llegó un grupo de indígenas, a pié y muy cansados. Les compartí mate y galleta, me regalaron miel. Bajamos al bañado a refrescarnos. Al que le tocaba hacer de pedigüeño se acercó a parlamentar. Nos mostramos las heridas de machete, las mordeduras de víbora y nombramos los pájaros. Le enseñé los dientes y nos reímos juntos. "Gato," me dijo con simpatía. "Perdete en el monte," me dijo también, con compasión. Se fueron bien juntitos antes del atardecer y ya no volvieron a visitarme.

Al día siguiente, a la hora de la comunicación radial, me avisaron de Parques que viajara a la capital, que tenía un llamado de mi familia. Armé la mochila con resignación, oriné el rancho en las siete direcciones, y me fui a la ruta a esperar el transporte. Tres días más tarde estaba en Buenos Aires.

Conocí a Luisa en la estación de Retiro. Era joven, inteligente y en permanente estado de alerta. Me sentó en un café ahí mismo para explicarme todo. Con la excusa de la tercera ola del feminismo, mi abuela había armado un círculo de mujeres que reivindicaban su libertad ancestral y el paradigma de manada solidaria. Elevada a hembra alfa, dejó de tomar la medicación que era la condición que le puso el juez para no dejarla institucionalizada. Esto liberó todas las mañas que en el pasado nos tuvieron escapando de pueblo en pueblo. Un ejército de policías, asistentes sociales y médicos psiquiatras tramitaron la orden de captura y sus milicianas la ocultaron en una madriguera clandestina. Luisa, la más feroz de todas, era la lideresa. "Estamos a punto de extinguirnos," me dijo con firmeza.

A las dos horas estábamos en un ómnibus camino a Necochea. Compró un alfajor para mí y un café doble para ella, pero enseguida se hizo un ovillo y se durmió. Levanté con cuidado el apoyabrazo que nos separaba. Dormida parecía un gatito, pero no bajé la guardia hasta que salimos a la ruta. Me pareció ver una calandria a la altura de Chascomús pero capaz era una torcaza nomás.

Al final de la tarde nos bajamos en un cruce justo antes de Lobería. Vino a buscarnos una camioneta y nos metimos por un sendero. "Ya se fue al monte," avisó una de las compañeras en referencia a mi abuela. "A veces no vuelve hasta la madrugada," me aclaró Luisa. "Descansá un poco mientras te preparamos un catre. Voy a calentar el asado." Salí al patio a lavarme y pensé que no quería comer, que iba a caminar por el monte para conocer el viento salado y procurar un chajá, que es monógamo, sedentario y territorial. Buscar un poco de calma entre tanto mamífero al acecho.

Luisa me esperaba en la galería. Había preparado unos sanguchitos de vacío con mayonesa, de esos que en el puesto de Chaco no comía hacía años. También había una damajuana con vino picado, que con soda se dejaba tomar. Las otras mujeres de la casa se fueron en la camioneta. "Si la encuentran, avísenle que ya llegó Lobito," les gritó Luisa. "Nos vemos con la fresca, si necesitás algo está la carabina" respondió la que tenía menos cara de buenas amigas. "¿Vamos a juntar ramitas?" me invitó Luisa.

Armamos una fogata en un claro del monte. Llevamos tira de asado y la damajuana. A Luisa se le derramó el vino y le manchó el pulóver, pero no le importó. A medida que comíamos se reía más fuerte. No sé si habrá sido el alcohol o la humedad novedosa de la costa, pero se me vino encima toda la soledad de los últimos años. Me arranqué la camisa y me regué el pecho de vino rancio. Luisa se me subió al lomo de un salto y nos pusimos a gritar de contentos. Nos revolcamos desnudos entre el polvo y las hortigas mientras la fogata chisporroteaba con artificio. No es cuento, tengo quemaduras en las patas y la espalda hecha una carnicería. "Vamos a hacer cachorritos" me susurró entre mordiscones. Qué gato no soñó ser lobo al menos por una noche.

Me despertó el canto de un zorzal colorado. Luisa estaba dormida, bien cerquita de las brasas. Tardé un minuto orientarme. Me eché soda en la cara y en las manos, metí unos panes en la camisa y corrí hacia la ruta. Me fui por el bordecito del bañado, donde un chajá que custodiaba el nido decidió no delatarme. Me levantó un camión jaula que llevaba hacienda para Tandil. Cuando me trepé a la caja las vaquillonas se removieron inquietas. Tenía por delante la pampa inmensa. Para no dejar rastro salté de un camión a otro hasta la frontera del Pilcomayo. Enterré el linaje de los Lobos en el abrigo del monte más lejano. Confieso que algunas noches de luna, cuando el río embravecido alborota a los loros, se me desborda en las manos el recuerdo de Luisa y sus tetas peluditas.

Imagen: Koul Fardreamer

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