/ Escritos

Primera Sangre

Debía ser la mudanza número veinte de los últimos cinco años. Entre la beca y los concursos me la pasé de un campus a otro, en este país helado, de nieve sucia que ya nada inspira. En el hueco de la escalera encontré una caja de libros que no había abierto desde la mudanza anterior. A lo mejor, pensé, son libros que puedo regalar, vender o abandonar y cargo una caja menos al próximo destino. Rasgué la cinta con un cutter y por el exceso de presión me corté la yema del pulgar. Me llevé el dedo a la boca y me quedé un rato recordando que la saliva es cicatrizante o anestésica, o algo así. Mientras tanto, con la otra mano abrí la tapa de cartón y me puse a hojear los apuntes que aparecieron primero. Entre las fotocopias de la maestría había un sacapuntas metálico. Tenía forma de caja registradora, se introducía el lápiz por un costado y caía la basurita de madera por debajo. Lo sostuve en la mano como si evaluara su peso, pero en realidad lo que hacía era otra cosa.

La primera vez que me hice la rata me quedé escondido dentro del colegio. Era el último año de la dictadura. Ya había fecha para las elecciones y algo del aire castrense del colegio empezaba a fracturarse. Una fuerza inexplicable, como esas que hacen que en cierto día un ave comience su vuelo migratorio, me empujó a no regresar al aula luego del recreo. Me demoré en el baño y, después de que todos formaron fila y arrastraron los zapatos hasta el aula, subí por las escaleras del fondo a la terraza. Hacia los techos, sin lógica alguna, en vez de bajar al subsuelo y escaparme por la salida lateral. Por los techos, quién sabe por qué. Lo habría visto en alguna película estadounidense. Por los techos, como se había escapado de su casa la hermana mayor de mi compañera de banco, y nunca más la volvieron a ver.

Encontré una puerta minúscula que daba a la mansarda, una estructura de madera enorme que sostenía el techo de tejas de pizarra, vacío y hueco, que visto por dentro exhibía su completa inutilidad. En el bolsillo del blazer tenía el sacapuntas con forma de caja registradora que me había regalado mi madre. Lo sostuve en la mano como si evaluara su peso, pero en realidad lo que hacía era tomarme un tiempo para resolver cómo salir de esa situación. Me senté en el piso, en silencio, a esperar a que terminara la hora de clase. De tanto apretar el sacapuntas me corté la yema del dedo. Cuando sonó el timbre corrí escaleras abajo y me metí en el baño. Qué está haciendo ahí parado, me gritó el preceptor. Nada. Me estoy limpiando la sangre.

Primera Sangre
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