Hasta el fin del mundo
En 1993 viajé a Nepal con mis amigos Alejandro y Jorge. Alejandro hizo un registro del viaje con su filmadora VHS que editamos en forma muy artesanal. Sin ninguna vergüenza le metimos varios temas de la película Hasta el fin del mundo de Wim Wenders, el maestro total de las road movies en base a las cuales pretendíamos moldear nuestras vidas. No existía internet, Instagram o Youtube. Nos juntábamos en casa de amigues a comer empanadas, alguien traía una videocasetera y charlábamos alucinados hasta la madrugada. En algún momento dejaron de existir las videocaseteras y la crónica de este viaje insuperable se volvió invisible.
Hace unos días Alejandro me mandó un archivo digitalizado de aquel viaje a Nepal. Me quedé muy conmovido por la inocencia de nuestra juventud y por el esfuerzo épico de habernos ido hasta el fin del mundo sólo porque creíamos que la vida podía ser una aventura maravillosa. Asi como la versión original de Hasta el fin del mundo es de cinco horas, el video del viaje a Nepal dura más de una hora, lo que revela cuánto más tiempo teníamos hace treinta años. En sintonía con el déficit de atención al que nos arrojó la multiplicación de redes sociales, hice este clip de menos de tres minutos que intenta captar el espíritu intrépido y la plenitud vital de uno de los momentos más felices de mi vida.
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En el comienzo del video estamos Jorge y yo en el antiguo aeropuerto de Bangkok. Pasamos delante de la puerta de embarque del vuelo de Air India a Calcuta, y nos reímos felices de que nuestro destino no sea la India. Las semanas anteriores al inicio del video había estado en Koh Phangan, una islita soñada en Tailandia que aún no tenía electricidad ni servicio postal. Las famosas fiestas de luna llena que hoy convocan a DJs internacionales, charters de europeos y toneladas de cocaína, en aquellas noches eran un omelette de hongos, bailar alrededor de la fogata y un rastafari que tocaba la guitarra.
Parte de la felicidad era justamente no estar en India. En algún momento de los años ochenta, el arcoiris hippie que iba de Katmandú a Goa se corrió de eje y la nueva entrada al nirvana fue Bangkok, con Kao San road, su calle legendaria de pensiones baratas, rufianes y bares, y Koh Phangan, la meca de la libertad que sirvió de inspiración para la novela The beach y su adaptación al cine.
Tres años antes de este viaje, con 25 años recién cumplidos, había hecho mi primer viaje a India en el infernal mes de marzo de 1990 para aprovechar los feriados de semana santa que, sumados a una licencia sin goce de sueldo, lograron estirar a cinco semanas los mezquinos quince días anuales de vacaciones que el capitalismo ofrece a sus empleados en blanco. Sobre el final de mis estudios de Derecho había conseguido un trabajo de pinche en un importante Estudio de Buenos Aires. Corría el año 1988, el desmoronamiento económico de Argentina era inminente y conseguir empleo era casi un milagro. Ni siquiera tuve tiempo de comprender la desintegración brutal que la vida corporativa traería a mi alma. El principal aliciente era que después de un año de trabajo podría ahorrar suficiente para el viaje a India. La hiperinflación de 1989 postergó el sueño un año mas.
Aunque ya tenía mi cuota digna de viajes de mochilero por Sudamérica, nada me preparó para lo que me esperaba. Aterricé en Delhi en medio de un calor sofocante y por diez rupias fui a parar a una cucheta de la Asociación Cristiana de Jóvenes. A los pocos días volaba de fiebre y descompostura, pero cualquier calamidad era preferible a regresar a casa. Entre delirio y vómitos leí Pasaje a la India de Forster y escribí un poema sobre amor no correspondido. El chico que dormía en la cama de al lado me dió un vaso de agua de la canilla con Lomotil y una pastilla potabilizadora y me dijo "Me parece que te vas a morir. O vas a Nepal, o volvés a tu casa. Decidite y mañana te llevo al aeropuerto".
Así fue como me sané en Nepal, con el clima templado de sus montañas pero sobre todo el alivio de la pizza y la cerveza que treinta años de hippies habían dejado como regalo de bienvenida a las nuevas generaciones que comenzábamos este camino milenario que no tiene ni necesita explicación. A pesar de lo profundamente transformativo de ese primer viaje, no tuve ni la imaginación ni la audacia para pensarme en un destino diferente de Buenos Aires y aquel trabajo alienante. Tuve que enfermarme mucho más para encontrar el antídoto.
Desde el primer día de regreso al hogar paterno me obsesioné con volver a Oriente para tener más tiempo de experimentar una vida fuera del canon y curtirme lo suficiente para no morir en el intento. Conseguí un empleo mejor pago y con más vacaciones, trabajé como un robot los once meses siguientes. En el medio leí a Hesse, Maugham y Bouvier, los viajes a Oriente de Pierre Loti y de Flaubert; a Jack London, Kerouac y Castaneda. Este video registra el cuarto y último de esos viajes, que fueron la preparación de un plan lento pero irreversible que me llevó a soltarlo todo y llegar a vivir una deriva interminable que me abriga esta noche en la isla de Timor, de donde me iré por la mañana.
Ese chico que camina con sus amigos por Nepal ya conoce su destino. Nada será como lo imaginaba, pero sabe que el tiempo conspira en su favor. A pesar de las certezas que hoy tengo sobre mi pasado, todavía no puedo creer haber llegado vivo hasta acá y tener la suerte de compartirlo.
Video original de Alejandro