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El Palero del Ucayali - Parte 1

“Aprenderás cosas que ni te imaginas.”
José Gama

Entré a tomar café a un bar de la Plaza de Armas de Pucallpa. El ambiente somnoliento contrastaba con el fulgor del piso de porcelanato y las mesas de plástico naranja. Pedí un café “pasado” que consiste en una tacita con café de grano puro y una taza grande con agua caliente. Se va echando el café al agua y así se toma. Lo sentí terroso, como si pudiera morderlo, quizás efecto del polvo que todo lo cubría a falta de calles asfaltadas. A sólo dos mesas de distancia se sentaron un falso chamán y un mochilero suizo. El chamán era falso porque llevaba puesto un tocado de plumas y una cushma ceremonial, el mochilero era suizo porque llevaba escudos de su país cosidos a la camisa. El que no era chamán informó en inglés el cuadro tarifario de las ceremonias de ayahuasca y al mochilero le brillaron los ojos. Al chamán, también.

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Una anciana de la etnia Shipibo-Konibo entró al bar a vender artesanías y, visiblemente cansada, se sentó a mi mesa. Su nombre era Mika. A pesar de su edad tenía una cabellera lustrosa y negra. Sacudió una maraquita que dijo haber hecho ella misma, y me explicó que se usa para cantar ícaros, que son los cantos que acompañan las ceremonias de ayahuasca. Allí mismo se puso a cantar. La camarera me trajo una torta de piña y, con la naturalidad con la que un mozo porteño te habla de la goleada de la noche anterior, comentó que en su última toma de ayahuasca se le había presentado un árbol con un corazón sangrante, por lo que supo que debía hacer una dieta de palo sangre. “Dieta” significa retirarse a un lugar aislado por varios días en compañía de un chamán o maestro que administrará alguna de las medicinas tradicionales de la selva. “Palo” es la forma en que llaman en esta región a los árboles. Una dieta de palo consiste en la ingesta de una decocción de ciertas partes de árbol, durante varios días, en algún rincón de la selva. Dividí mi torta con Mika y llegó el auto que me llevaría a Yarinacocha, un caserío perdido a orillas de la laguna del mismo nombre.

A mediados de 2016 sufrí una mini-crisis mística. Me pregunté: ¿si tuve el (buen) karma de haber nacido en Sudamérica, por qué me pasé la última docena de años dedicado a prácticas espirituales orientales? Ustedes me dirán que esa pregunta también le cabe a millones de cristianos en América. Pero no me refiero a una tradición impuesta desde la infancia, sino a las elecciones que hacemos como adultos al abrazar ciertas formas de meditación, yoga o pensamiento oriental.  No es que el asunto me quitara el sueño, pero me incomodaba haber encontrado una (aparente) contradicción.

Una de esas noches tuve un sueño de sorprendente claridad, en el que el antropólogo y practicante chamánico Michael Harner me urgía a viajar a Pucallpa para visitar a los indígenas Shipibo-Konibo. Nunca había estado en Pucallpa. De los Shipibo tenía un conocimiento apenas superficial gracias a la lectura del clásico de Harner “Alucinógenos y Chamanismo”. Debo reconocer que todavía lo confundía con la “Historia de las Drogas” de Escohotado y con la introducción a “Los Mitos Griegos” de Graves, donde se pregunta si las similitudes entre las mitologías indígenas americana y griega pueden encontrar origen en la presencia del mismo tipo de hongo alucinógeno a ambos lados del Atlántico.

Pucallpa (May Ushin en shipibo) es la capital del departamento de Ucayali, en el amazonas peruano. Es también cuna de la ayahuasca. Si algo tenía en claro en aquel momento era que no sentía el llamado de tomar ayahuasca. Los practicantes de yoga observamos ciertos preceptos ancestrales llamados yamas y niyamas, entre los que se encuentra el principio de saucha, que puede definirse como mantener cuerpo y mente en estado de pureza. Por supuesto que hay muchos practicantes de yoga que alternan esta disciplina con tomas frecuentes de ayahuasca, así como de alcohol, tabaco, fármacos u otras sustancias, legales o no. Es bastante lógico que así sea, ya que al vivir en Sudamérica y abrazar una práctica oriental quedamos forzosamente con un pié en América y otro en Asia. Yo mismo he desayunado en Buenos Aires medialunas con chyawanaprash. Pero mientras buscamos el equilibrio entre América y Asia, se cuela entre nuestras piernas el sistema completo de conocimiento griego, que es la forma en que nos enseñan a pensar en occidente. Me refiero especialmente a las trampas dialécticas desarrolladas por los sofistas, contemporáneos de Platón, que entrenaban a los hijos de la élite ateniense a defender cualquier argumento, verdadero o falso, para lograr rédito político y social. Al igual que nos pasa con una práctica espiritual honesta, a fuerza de tantos siglos de escuchar, rebatir y defender sofismas, terminamos por internalizarlos y operan como un mecanismo automático de pensamiento.

Es así que, con cierta laxitud para reformular los antiguos principios yóguicos, algunos practicantes conjugan yoga y tomas de ayahuasca. Intoxica, es verdad, pero ¿no es acaso sagrada? El Libro IV de los Yoga Sutras enseña que los siddhis o poderes sobrenaturales se obtienen “durante la encarnación; o por las drogas, las palabras de poder, el deseo intenso o la meditación." ¡Las drogas, las drogas! exclama una legión de discípulos occidentales. Se discute acaloradamente si la palabra “drogas” en realidad debería traducirse del sánscrito como “hierbas.” ¡Marihana, marihuana! ruge la misma legión. No tengo pretensión ni autoridad para hablar sobre la interpretación de estos conceptos. Sólo me propuse enunciar argumentos que pueden ser refutados y re-interpretados hasta el infinito, precisamente gracias a los maestros griegos.

La cuestión es que, quizás escudado en el principio de saucha, había desterrado la ayahuasca como una posibilidad de solucionar el atolladero místico. No estaba dispuesto a cambiar mi sistema de creencias antes de haber conocido uno nuevo. Era un dilema de hierro: si las llaves a las puertas del conocimiento ancestral sudamericano estaban en manos de plantas intoxicantes, no había solución para mi inquietud existencial.

Si bien mi destino era Pucallpa, una rápida investigación acerca de la ciudad y sus posibilidades de alojamiento me dejaron confundido: es una ciudad ruidosa y sin mayores atractivos aparte de su puerto amazónico. Su arquitectura moderna no es interesante y el alojamiento no invita a la reflexión. Amplié el espectro de búsqueda y descubrí que en la selva, a algunos kilómetros de distancia, el río Ucayali forma una laguna llamada Yarinacocha, en rigor de verdad una laguna llamada Yarina (cocha en shipibo significa laguna), con caseríos dispersos a su alrededor. Monte adentro había unos "tambos" para alquilar. El tambo es el lugar donde se duerme durante la dieta en la selva. Es una especie de bungalow que tiene piso y techo de madera y hojas trenzadas, y algunas de las paredes de tela mosquitero, de modo de estar lo más cercano a la selva si uno aún no se anima a dormir al aire libre, como es mi caso. Estos bungalows ostentaban la cualidad de no tener piscina ni televisión. Había encontrado mi paraíso. Tomé un viaje chamánico con tambor para re-confirmar coordenadas y el mensaje fue, como suele suceder, oracular: "El árbol ya fue cortado." Una semana más tarde estaba volando a Perú.

"En toda selva que hay palos, hay maestros paleros," me dijo José una madrugada a orillas de la laguna. “Palero” es el maestro que sabe de la medicina de los árboles. Antes de comenzar su aprendizaje como palero, José ya sabía de árboles por su trabajo como explorador para empresas madereras. Pasaba largas temporadas internado en el monte, conociendo de plantas, árboles y animales. “En la noche es bueno caminar por la selva. Muchas horas a veces me ha seguido el otorongo, yo no le veía pero sentía sus pasos, y él los míos”. Se refiere al jaguar, el felino más grande que vive en América.  “Los palos ponen en armonía las malas energías. Despiertan cuando desorganizamos. Es guardián. Te cuida de todas las cosas negativas que puedas adquirir en tus diligencias.”

Pero aquella noche aún no había conocido a José. Cuando llegué a Yarina no había ninguna luz, solo pude observar la densa vegetación iluminada por los faros del auto. En la madrugada me despertaron el ruido de motor de los botes que hacen su comercio por la laguna y los gritos de los animales. Abrí los ojos y pensé que me había caído por el agujero del conejo: delante de mí tenía la más majestuosa selva, gruesos árboles, lianas y vegetación exhuberante. Grandes pájaros de colores pasaban frente a la delgada tela mosquitero que me separaba de ellos. Se oía el ruido de los delfines chapoteando en el río. Me froté los ojos y cuando volví a abrirlos todo estaba igual, pero más brillante.

(Continúa aquí)

Yarina-1

Ph: Leo Pinonsoy

El Palero del Ucayali - Parte 1
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