Tatuado
Estaba desnudo: sin dinero ni celular, sin Benedetta y sin sangha. Una vez más, me había quedado sin nada. No tenía ni novio en la cama, ni hijos que mandar a la escuela; mi cocina estaba vacía durante el viaje, no tenía trabajo, tampoco plantas que regar. Solo frente a un monje sonriente y gordo, dispuesto a perforarme la piel cien mil veces con una aguja de acero sin esterilizar y tinta de hierbas y veneno de serpiente. Un monje listo para tatuarme lo que él quisiera en la parte del cuerpo que él considerase más apropiada. No era exactamente la vida que mi madre había soñado para mí. A aquella hora, Buenos Aires dormía al abrigo de la certeza. ¿Encontraría alguna vez el camino de regreso a casa? Quizás me había perdido para siempre por un motivo mayor que un novio en la cama y café por la mañana. O quizás era sólo un flashback. Dos años, diez meses y catorce días sin consumir.
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El flaquito fibroso que había llegado antes que yo me invitó con un gesto amable a pasar primero. Estaba sobrecogido por la presencia del monje, toda su piel cubierta por tatuajes mágicos. El flaquito iba a quedarse a mi lado durante la ceremonia, junto al ayudante del monje tatuador. Todos estaban felices. En ese capítulo bastante surreal de mi vida, el instinto de supervivencia me hizo notar que nadie se había lavado las manos. Decidí ignorar el aspecto bacteriológico y rendirme al aquí y ahora.
"Ajarn," invoqué al monje, arrodillado con respeto frente a él pero dirigiéndome a su asistente, que hablaba un inglés módico. "¿Puedo preguntar qué tatuaje, y en qué parte del cuerpo?" Formular la pregunta era una forma de confirmar que no había perdido del todo el control. Los tatuajes "sak yant" son muy hermosos, pero quería tener un mínimo de información antes de que me tatuara, por ejemplo, una grulla volando en medio de la frente.
"Rishi. En el pecho," respondió con gravedad el monje, sin necesidad de intérprete. Él sabía que no me animaría a contradecirlo. Además, no tenía dinero, ni celular para pedir auxilio, y el taxista estacionado afuera no sería un gran aliado en caso de fuga. Conocía bien el tatuaje del "Rishi": el eremita, el chamán. Era el tatuaje sagrado que otorgaba la protección de los maestros mayores. Pero a su vez implicaba, para quien recibía el tatuaje, observar los compromisos morales más estrictos. No podía recibir el "Rishi". No estaba listo para entregarme a la abstinencia y el ayuno de la vida monacal. Varias veces me había preguntado si llegaría el momento de asumir esos votos, pero aquél no era el día. No importaba con cuánta honestidad una parte de mí deseaba vivir en sobriedad, otra parte se resistía con furia a la mera posibilidad de hacerlo. ¿Acaso la noche anterior había sido mi última noche de locura?
"Rishi no, Ajarn. No estoy listo aún." Junté las palmas, llevé las manos a la frente y me postré frente a él. "Rishi no, Ajarn. Por favor," imploré, mis labios contra la alfombra. El monje se rió a carcajadas, me tomó de un brazo y me sostuvo la mirada. "Calma," sentenció. El asistente del monje y el flaquito luchador de Muay Thai me sacaron la remera y me acostaron sobre un futón. Apoyaron las manos sobre mis costillas, formando una especie de lienzo con mi piel. Las manos tibias sobre mi cuerpo me transmitieron una sensación vaga de amor y la memoria recóndita de vida tribal. Desde el piso veía perspectivas de Budas lejanos, grullas doradas, flores de plástico y un ventilador de pared que me hizo recordar una pizzería del barrio donde crecí. El monje me clavó la aguja en el pecho una vez, y luego otra y otra más, con agudeza implacable, a la velocidad de una máquina de coser.
"Shaman Express" Omar Beretta y Bénédicte Rousseau, 2018. Capítulo 3, "Despierto" (traducción libre)